A menudo siento que mi vida se va comportando de una manera distinta. Por ejemplo, cuando tenía 6 años, no tenía la menor idea de lo que era el mundo pero lo vivía a plenitud. Cuando llegué a los 10 ya sabía exactamente qué era divertirse y pensé que de eso se trataba la vida, de sólo hacer lo que quieres hacer. 

A los 13 decidí romper las reglas de lo establecido y empezó mi etapa de revolución, gritándole a la gente sus verdades o lo que yo creía. Pero a los 15 ya no quería saber nada de eso, solo enamorarme, amar y ser amado, pero la adolescencia es tan cruel que me regaló un espejo lleno de acné.

Al año siguiente me olvidé de los romanticismos y decidí hacerme poeta, pero de la vida no del amor, sino de la revolución. Llegaron los fanzines y el movimiento contracultura. Las juergas nocturnas y beber licor en abundancia.

Con 17 años, el alcohol era mi alimento diario, las drogas ya tenían su lugar ganado en mi cuerpo, mientras mi mente divagaba consecutivamente entre chispazos de lucidez.

Antes de los 20 ya había logrado un ascenso profesional, una imagen literaria y de gestión cultural. ¿Cómo? Ni yo mismo lo sé, pero al año siguiente ya pensaba en la muerte. Siempre ha sido una constante, incluso a los 21 cuando dormía con ella en la calle, todos los días.

Cerca de los 25 ya no creía en el suicidio, ni en la esperanza, sino en el presente, en el día a día, en la lucha jornal, hasta que me reventaron la cara contra la pista y me robaron esas pocas ilusiones que aún tenía de la vida.

Pero a los 26 me desagüevé y decidí ir con todo a la búsqueda de mi felicidad, publiqué más libros, pero no me hicieron feliz. Entendí que la escritura solo era un medio alterno de expresión psicológica y que debería ser más bien psiquiátrica, es decir, escribir empastillado, pero no pude ni puedo.

Entre los 29 y 30 la vida era un abismo de corazones y dolores con ardores. No era feliz. Busqué en la añoranza el vestigio de paz que necesitaba y fue entonces que ésta misma me expulsó a los 32 como si fuera piedra catapultada.

Cuando caí ya cumplía los 35 y al levantarme ya estaba en los 40.

¿Tan rápido se fue mi vida? Y ¿qué hice?

No lo sé. Solo recuerdo que antiayer fue mi cumpleaños número 50 y he regresado a usar pañales.

No sé qué me espera mañana, tal vez una página en blanco para volver a escribir sobre la actualidad o para escribir sobre el futuro. ¿Qué futuro? El que me permita ser yo, sin más pretensiones, sin más adornos, ni títulos rimbombantes, ni falsa modestia.

Si ya tengo los pañales, ¿qué me falta para ser niño otra vez?